Tras varios días sin comer o beber, me permitieron probar sorbos de agua, para ver cómo estaba funcionando mi tránsito intestinal. A la mañana siguiente me preguntó el médico si tenía hambre, a lo que asentí fervientemente.
Me indicaron dieta blanda, así que me llevaron un poco de fruta (papaya), jugo de manzana (de bote), un sándwich (de jamón y queso), té y atole de fresa. Intenté no devorarlo todo de golpe.
Después seguí caminando dentro y fuera de la habitación. Recuerdo que ese fue el día en que recibí más visitas: amigos, varios familiares, familia de mi esposa...
A la hora de la comida me llevaron atún (de lata) con zanahoria picada y chícharos, jugo de mango (de bote), tortillas, sopa aguada (de pasta) y té. Comí hasta saciarme, y el estoma parecía seguir drenando sin complicación.
Sin embargo, aproximadamente a partir de las 5 o 6 de la tarde comencé a sentir cierto malestar. Poco a poco se fue incrementando hasta culminar en vómito: un líquido cuantioso de fuerte color verde. Pensé que me había cargado el estómago y que el malestar pasaría después de este evento, pero no fue así. El malestar regresaba (dolor que aumentaba poco a poco) hasta convertirse en náusea y más vómito. Me sentía yo como en la película "El Exorcista".
Al parecer los médicos estaban desconcertados, mi familia achacaba el problema al tipo de comida que me habían llevado, que quizá habían sido porciones más grandes de las que debí haber ingerido tomando en cuenta el proceso en el que estaba, además de tratarse de alimentos procesados (de lata, de bote). Nos explicaron que ESO era una dieta blanda y que se la daban a todos los pacientes.
Tal situación nos hizo pensar a mi esposa y a mí en las limitaciones que una comida estandarizada tiene al interior de un hospital, aunque nos dijeron que había una nutrióloga encargada de los menús, no dejábamos de pensar en lo absurdo que puede llegar a ser administrar una misma dieta a pacientes tan distintos, aunque hayan pasado por intervenciones similares, pues no todos los organismos reaccionan igual. Por supuesto, una labor de conocimiento de cada paciente implicaría mayor trabajo y quizá un gasto más elevado.
De cualquier manera, sintiéndome agotado por los vómitos frecuentes y por el malestar que iba y venía, decidieron colocarme una sonda nasogástrica. Se trata de un tubito de plástico transparente que se introduce por uno de los orificios nasales hasta llegar al estómago, con el fin de liberar la presión que hay en el sistema digestivo y evitar vómitos subsecuentes. El tubo termina en una bolsita (ya sea de las que se utilizan para diálisis o, como me llegó a pasar, un guante de látex sellado con cinta para no dejar pasar aire) que recibe el fluido gastrointestinal.
Suena un poco sencillo, pero para mí fue aberrante, doloroso y muy cansado. Para colocar la sonda debía estar sentado, con la espalda erguida. Para introducirlo por la nariz se embadurna de un lubricante en gel para no lastimar mucho las vías respiratorias. El médico va empujando la manguera hasta que pasa por el tabique nasal para girar hacia abajo, en dirección hacia el paladar y el esófago. Llegado a este punto, es el paciente quien debe comenzar a tragar, literalmente, el tubo, haciendo el movimiento que se realiza cuando se traga saliva (o cualquier cosa, en realidad).
Necesité dos intentos para hacer pasar la sonda por la garganta, en ambos vomité. La sensación me parecía abrumadora (¿ya dije dolorosa o traumante?). Cuando el tubo llegó al estómago, el médico de guardia (no expliqué que el especialista ya se había ido) procedió a fijar la manguera en mi nariz con cinta adhesiva, para evitar que el movimiento al caminar o tragar saliva o hablar o respirar lastimara la vía respiratoria o que la manguera se saliera.
Pues ahí quedé, con una bolsa colgando de mi nariz, pegada a una manguera de plástico. Sin atreverme a hablar e intentando no tragar saliva. El sólo hecho de respirar me causaba dolor e incomodidad... y el malestar apenas si había disminuido.
Recuerdo que casi una semana estuve con la sonda nasogástrica, caminando, respirando, en silencio, haciendo gestos para comunicarme, pues hablar me causaba una sensación demasiado incómoda y lastimaba mi garganta.
Resultó que la sonda no logró todo lo que debía: volví a vomitar un par de veces y la sonda no logró contener el fluido, es decir, éste salió tanto por la manguera como por la boca al mismo tiempo. Así que cambiaron la bolsa por una bomba al vacío (un bote de vidrio grande, conectado a una máquina que succionaba el líquido gastrointestinal). A partir de ese momento ni siquiera podía caminar, pues la bomba era grande y pesada, así que me la pasé mucho tiempo en cama.
El bote se llenaba de ese líquido verdoso, hasta que al tercer día comenzó a llenarse de líquido transparente, muy parecido a la saliva. El malestar había desaparecido. Por supuesto, durante toda esa semana no volví a probar líquido ni alimento alguno.
En conjunción con la sonda, los médicos me mojaban el estoma con un medicamento (Bamitol, creo) que servía para deshidratarlo, pues se encontraba edematizado, lo que significaba que mi intestino estaba inflamado también. Al parecer la cantidad de suero que estaba recibiendo mi cuerpo no sólo había hinchado mis extremidades hasta hacerlas parecer guantes llenos de agua, sino también mivísceras, inflamadas de por sí, debido a la cirugía.
Para quitar la sonda, debí sentarme. Me quitaron la cinta adhesiva de la nariz (me quedó un raspón y una ligera hendidura en el borde de mi fosa nasal). Pedí que me pasaran el bote por si vomitaba, me dijeron que si. Me pidieron que aguantara la respiración y, de improviso, sacaron la manguera en un solo movimiento (nadie me pasó ningún bote), afortunadamente no vomité.
Alivio, gratitud, respiré profundamente y sentí cómo el aire llenaba mis pulmones sin malestar, sin dificultad. Me dejaron enjuagarme la boca y, más tarde, podría reiniciar la ingesta de sorbitos de agua.
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